EL ÚLTIMO CROTO
Muchos linyeras o crotos (llamados así porque se beneficiaron de una ordenanza dictada en 1920 por el gobernador radical José Camilo Crotto, que permitió a los braceros viajar libremente en los trenes de carga cuando fueran a trabajar a las cosechas) recorrían el país.
La mayoría de los crotos, sin embargo, eran hombres marginados por la sociedad, muchos de ellos inmigrantes, sin familia, solitarios, que recorrían en los trenes los desérticos paisajes de la Argentina.
La sociedad los rechazaba: la mayoría no se volvía a integrar”, escribe Hugo Nario en El mundo los crotos, del Centro Editor de América Latina.
En su “mono”, dice Nario, el croto llevaba muy poco: un par de pantalones, un poncho o frazada, unas cuantas bolsas de maíz para abrigarse.
Y en su “bagayera”(una bolsita generalmente de lona) el croto guardaba todo su “capital”: una ollita sobre la que ponía un plato de lata, y arriba la pava, y dentro de ésta, el mate, tenedor, cuchara, bombilla. El cuchillo siempre se llevaba en la cintura, aclara Nario. Yerba, café, azúcar, el frasquito con sal y pimienta.
El croto usaba gorra, boina, y pocas veces sombrero. Pañuelo o toalla al cuello. Casi siempre, alpargatas. Un croto, a los 40 años, ya era más que maduro. A los 50, se lo podía considerar un viejo. ¿Qué significaba envejecer?, se pregunta Nario. No poder resisitr el frío, el cansancio y el hambre. Y, sobre todo, no poder subirse a los trenes de carga a la carrera, ni trepar hasta sus techos.
Según una estadística oficial del Ferrocarril Sud, en 1936 había 350 mil crotos. A fines de la década del 40, con la industrialización, el croto pasó a ser un recuerdo. Una imagen, un pedazo de historia. (Redes Sociales).